Hij@s excepcionales, madres y padres excepcionales

Un niño o una niña excepcional. Alguien que toda su vida –larga o corta- necesitará cuidados especiales, atención continua. Tener un hijo con una discapacidad, más o menos grave, supone para muchas familias vivir numerosas situaciones difíciles, la mayor parte de ellas generadas por la falta de adaptación de la sociedad o por la falta de comprensión de algunas personas. Las familias con niños excepcionales tienen que superar numerosos obstáculos y dificultades, cada día, en cada actividad. Normalmente tienen que afrontarlas desde la soledad y la impotencia: no hay apoyos de las instituciones y del entorno social que serían imprescindibles para realizar tareas cotidianas. En los últimos años, madres y padres de niños excepcionales han contado su experiencia en varios libros, de ficción y realidad, con visiones que desafían las ideas comunes sobre estos niños y sus familias.

“He buscado una forma narrativa de explicar el ambivalente estado emocional que provoca tener un hijo que no progresa adecuadamente. Un estado a menudo expuesto al aguijón del dolor, pero en el que predomina el regocijo y cierto embeleso.” Màrius Serra, enigmista y escritor catalán, escribe estas palabras en Quieto, libro en el que el protagonista es su hijo Lluis, que sufre parálisis cerebral, y al que cariñosamente llaman Llullu… “Lluís nació con una grave encefalopatía que la ciencia neurológica aún no ha sido capaz de definir. Siete años después de su nacimiento, el diagnóstico es inexistente. La terminología médica no pasa de encefalopatía no filiada, el lenguaje popular se las apaña con la fórmula, bastante clara, de parálisis cerebral y el lenguaje administrativo lo evalúa como discapacitado con grado de disminución del 85%. En casa, todas estas etiquetas cuentan poco. Lluís es nuestro segundo hijo. Tiene unas necesidades un poco peculiares, pero eso sólo significa que estamos más pendientes de su fragilidad. Nuestro objetivo es que ni su hermana ni nosotros dejemos de hacer nunca nada de lo que haríamos si no tuviera que ir por el mundo al 15% de rendimiento. No siempre es posible, pero la mayoría de las veces se trata sólo de hacerlo de otra manera.”

Este “hacerlo de otra manera” requiere muchas veces desafiar lo que la sociedad, e incluso el entorno más cercano, espera o está dispuesto a aceptar de estas niñas y niños, y de sus familias. Fernando y Encarni adoptaron hace más de veinte años a Vanesa, una niña con un trastorno de tipo autista. Desde entonces, una parte muy importante de su vida ha girado en torno al bienestar y la seguridad de Vanesa y, por supuesto, de sus dos hermanos. Eso no impide que sigan trabajando, incluso estudiando, y comprometiéndose en muchas otras causas. Pero Vanesa concentra el mayor porcentaje de preocupación, horas de paseo, noches sin dormir y anécdotas –no siempre alegres- de la casa. En su vigésimo cuarto cumpleaños, su tía Belén nos enseñó que a Vanesa, al contrario de lo que siempre habíamos creído, sí le gusta que la abracen. En lugar de acercarnos a ella tratando de darle un beso al mismo tiempo que esquivábamos sus patadas, había que hacerlo con mucha calma y de una forma concreta, la única que ella entendía como pedirle un abrazo. Desde entonces, sus abrazos están entre los mejores que hemos recibido. Y desde luego, nos damos cuenta de que incluso los amigos y la familia de estos niños tenemos que estar dispuestos a liberarnos de los prejuicios y relacionarnos con ellos positivamente en su excepcionalidad.

“Un muro invisible rodea a María” –dice el creador de cómics Miguel Gallardo en su libro María y yo, donde cuenta unas vacaciones con su hija autista “cuando la gente la ve por primera vez o se cruza con ella. Un muro de miedo a lo desconocido y de extrañeza. Nadie sabe qué hacer o cómo comportarse al principio. Sin embargo, la gente que llega a conocerla, aunque sea fugazmente, queda encantada al ver que el muro que han levantado no es tan alto.  Bien es cierto que María tiene los sentidos muy sensibles para el rechazo, sólo se acerca al que está dispuesto a prestarle un poco de atención y escucharla. He conocido a personas enamoradas de María tan sólo por hablar con ella un rato y ver cómo no es difícil comunicarse. María es directa, sin dobleces, y confía en (casi) todo el mundo y si te sonríe… ¡Estás en el bote! Pero cuidado, amigos, María no es para pusilánimes. Si no le gustas (o le gustas mucho…) ¡te pellizcará fuerte!”

Ayer se hablaba de niñas y niños con “necesidades educativas especiales”. Anteayer, “deficientes”, un poco más allá “subnormales”, y muy poco tiempo antes, directamente “anormales”. Durante muchos años, y aún ahora en muchos lugares del mundo, los niños discapacitados viven encerrados, escondidos y lejos de cualquier posibilidad de desarrollo o contacto con el mundo. Aunque en nuestro país se ha avanzado mucho en poquísimo tiempo, y ha cambiado la forma de entender y tratar la situación de estos niños, todavía es difícil para sus familias desenvolverse con una mínima comprensión y apoyo. Aunque hoy se habla de “necesidades educativas especiales”, la realidad es que todas las niñas y niños, por “normales” que los consideremos, tienen necesidades educativas específicas.

En los últimos años,  quienes conviven con estos niños, especialmente en el entorno educativo, los valoran como “excepcionales”. Su excepcionalidad afecta a toda su vida: a la manera de vivir, de aprender, de relacionarse con las otras personas, de entender –o no- la realidad que les rodea, de satisfacer sus necesidades de alimentación, compañía, vestido, salud… Niños a los que hay que hacerles todo, o casi todo, y de los que se pueden esperar pocos avances.

Tener un hijo o una hija con una discapacidad severa es, para miles de padres, una auténtica prueba de superación cotidiana, compartida sólo parcialmente con las profesoras y los profesores de sus hijos. La diferente relación que se establece con estas niñas y niños permite apreciar la variedad de matices de la vida junto al superdotado, al ciego, al sordo, al paralítico cerebral, al espina bífida, al síndrome de Down… Pero sobre todo, requiere de sus madres y padres un esfuerzo permanente, desconocido y no valorado socialmente. Una generosidad diaria que es exigida, imprescindible y despreciada por nuestra sociedad.

Jean-Louis Fournier, escritor francés y maestro del humor negro en la literatura y la televisión, cuenta la historia de sus dos hijos discapacitados en ¿Adónde vamos, papá?, un libro políticamente muy incorrecto. “El padre de un niño discapacitado” –dice- “debe tener cara de funeral. Debe llevar su cruz con una máscara de dolor. Pobre de él como se le ocurra ponerse una nariz roja para hacer reír. Ya no tiene derecho a reír; sería de muy mal gusto. Si tiene dos hijos discapacitados, eso se multiplica por dos; debe parecer el doble de desgraciado. Cuando no has tenido suerte, debes adoptar el gesto desdichado que te corresponde; es una cuestión de ‘saber vivir’. A menudo, me ha faltado la capacidad de ‘saber vivir’. Recuerdo que un día solicité una entrevista con el médico jefe del instituto medicopedagógico en el que estaban internados Mathieu y Thomas y le confesé mis inquietudes: a veces me preguntaba si Thomas y Mathieu eran totalmente normales… No le hizo ninguna gracia. Tenía razón: la cosa no tenía gracia. No había entendido que era la única forma que yo había encontrado de mantener la cabeza a flote. Como Cyrano de Bergerac, que eligió burlarse de su nariz, yo me burlo de mis hijos. Es mi privilegio de padre.”

Son pocos los privilegios, frente a las muchas responsabilidades y limitaciones. “Existen probabilidades de que crezca con normalidad”- dice Bird, personaje de un padre de bebé con graves problemas cerebrales en la novela Una cuestión personal, de Kenzaburo Oé– “pero existe un alto riesgo de que su coeficiente intelectual sea muy bajo. Eso significa que tendré que ahorrar para su futuro.” Cuando un profesor alaba su capacidad de asumir este golpe como padre, Bird reconoce que no ha sido espontánea: “En realidad intenté zafarme varias veces. Y casi lo logro. Pero parecía que la realidad lo obligara a uno a vivir adecuadamente cuando se es parte del mundo real. Quiero decir que, aunque uno intente permanecer en la red del engaño, al final descubre que la única alternativa es salirse de ella.” Màrius Serra escribe en Quieto que Oé, premio Nobel de Literatura “me dijo que el nacimiento de Hikari le había influido tanto que desde entonces se definía, en primer lugar, como padre de discapacitado.”

Antonio Martínez escribió en 2001 una emocionante novela titulada Soy Julia, donde recoge en primera persona la voz de una  niña, personaje inspirado por su propia hija, aquejada de lisencefalia, enfermedad que le causa ataques epilépticos. “Las sacudidas, cuenta mamá siempre, cada vez lo cuenta como si fuera la primera vez que lo cuenta, se suceden a intervalos progresivamente más breves y crecen hasta convertirse en violentos latigazos. (…) Una descarga eléctrica culebrea desde la coronilla hasta los pies.” El momento del diagnóstico, en el caso de Julia muy temprano, se recuerda como un terrible golpe: “Una ardilla dijo alguien, ¿por qué se cruza ahora una ardilla en la memoria?, otra sacudida, otro calambrazo, otro gritito, no es lo mismo una ardilla que un geranio, hablaban de mí, cerca de mí, no recuerdo quién ¿en el hospital? ¿recién nacida, recién diagnosticada? Siempre recuerdo esos días, qué malos días, qué aroma de fracaso y de muerte el hospital ¿quiere decir que será un vegetal? No es lo mismo una ardilla que un geranio, dijo alguien (…) ¿Podrá sentir placer, podrá sentir dolor? Preguntaba papá y le decían: sí, por supuesto, claro, hasta los animalitos más primarios pueden sentir placer y dolor y papá respondió: ah, bueno, como si todo estuviera ya arreglado, como si todo hubiera sido una falsa alarma, claro, podrá sentir placer, podrá sentir dolor, estoy sintiendo dolor, como un animalito asustado, como una ardilla, felicítame papá, no soy geranio…”

La mayor parte de los padres relacionan las consultas y estancias hospitalarias con momentos de sufrimiento para los niños y para ellos. La lucha por conseguir un mínimo bienestar incluye a veces una implacable defensa ante los médicos que con frecuencia ofrecen a los padres ingresar a los niños como salida para poder descansar. En la voz de Julia, en la novela de Antonio Martínez, el hospital es una amenaza permanente: “Por eso cada vez que salgo del hospital, en cuanto constato que no me he quedado dentro, pues me cosquillea un poco la alegría. Es lo que me pasa esta noche, que estoy feliz, y lo disfruto, porque sé, científicamente sé que la felicidad sólo puede existir en un momento, en un instante, que no puedo ser feliz pero puedo estarlo, (…) es la alegría de haber escapado del hospital”.

Una cuestión también difícil es la relación con el resto de los hermanos. Ignacio Martínez de Pisón cuenta en su magnífica novela Dientes de leche el momento en que una pareja, Raffaelle e Isabel, vuelve del médico que acaba de dar el diagnóstico de discapacidad de su hijo, y tiene que comunicarlo a los otros niños: “pensó que recordarían ese momento durante toda su vida, y tardó unos segundos en elegir las palabras. Y lo curioso es que entre las palabras que eligió no estaba Francisco sino Paquito. Dijo Raffaelle que Paquito era un niño especial. Dijo que entre todos tendrían que cuidar a Paquito. Dijo que eso no quería decir que Paquito… Dijo Paquito unas cuantas veces más y a su lado Isabel trataba de sonreír y ni siquiera se sorprendía ante la irrupción de ese diminutivo.”

En el colegio de su hijo, Màrius Serra descubre que al poner al niño en el carrito, acaba de recibir la condecoración común a quienes cuidan de estos niños excepcionales: “El espejo del aula me permite comprobar que ya luzco la misma distinción que acabo de distinguir en otros hombros. Nuestra Legión de Honor en forma de medalla ensalivada. Estas manchas que oscurecen camisas y blusas son galones.” Sin darme cuenta, empiezo a valorar los galones que lucen los miembros de un ejército cada vez más numeroso, formado por soldados sin uniforme ni dorsal. Sólo los puedes distinguir si te fijas en sus evanescentes condecoraciones, pero cuando te concentras en ellas compruebas que las hay por doquier. En casas, hospitales, centros de día y escuelas especiales, pero también en bares, calles, plazas. Son padres, enfermeras, cuidadores, madres, jóvenes becarias con piercing y tanga de colores, matronas de pechos rotundos, jóvenes fisioterapeutas de torneada musculatura y sonrisa seductora. Todos lucen en el mismo sitio estos galones intermitentes, medallas efímeras de rango y consistencia similares. Cuando te acostumbras, las distingues de un vistazo, sin dudar.”

 

Publicado en Alandar

About Belén de la Banda

Periodista 2.0 con más de 20 años en desarrollo y cambio social. Con el corazón partío entre el Perú y Aranjuez. Madre de los famosos Three Ones.
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